Siempre juntos y otros cuentos- de Rodrigo Rey Rosa –

Analicemos las pruebas. Roberto Bolaño señaló  a Rodrigo Rey Rosa como el mejor cuentista de su generación. Ante una sentencia de ese tamaño siempre habrá discusiones largas y argumentos repletos de nombres: el canon contra los oscuros. Olvidemos el adjetivo mejor para evitar sombras en la página y leamos los cuentos de esta antología que nos presenta la editorial Almadía. Diecisiete piezas de longitud variable, agrupadas en bloques cronológicos. El editor hace una apuesta: abre la serie con textos del libro más reciente, Otro Zoo, para después continuar con aquellos que aparecen en el primer libro, El cuchillo del mendigo / El agua quieta, son veintiún años de separación entre ambos. Pocos escritores soportarían este margen de contraste: la fuerza y madurez adquiridas en el camino regularmente intimidarían los rasgos de experimentación y búsqueda de los primeros años. Acá hay que hacer una pausa. Acá no pasa lo mismo. La cuidadosa selección de palabras es constante en los dos conjuntos. La incertidumbre, la penumbra y la caída también. No se vislumbran fórmulas ni devoción ciega por los métodos. Existen los finales donde el hacha pendula hacia atrás y antes de que caiga llega el punto que no parece final. En otros, el malestar, o una extrañeza, se va colando de a poco, hasta que la saturación se consigue. Ahí esta Guatemala ciudad, la Alta Verapaz, el Petén y las primeras muestras de un escritor que parece no creer en la superstición de los inicios con frases escandalosas, ni los finales de sorpresa reveladora. Ambas cosas se agradecen. Después viene el texto más largo del libro, Cárcel de árboles, una historia que da para una novela y que Rey Rosa condensa en cuarenta páginas: una esclavizante presencia ubicua, una celebración de la escritura, el suspenso colgado de los árboles y una deliciosa intriga neuronal que alimenta un poema. La capacidad de generar historias de Rodrigo, esas que persisten más allá del estilo, tiene como una de sus joyas este relato. Estamos pasados de la mitad del libro y aun faltan dos bloques, el siguiente formado por un texto solitario de 1994, La peor parte, una brevedad que es una lección. Sin la pesadez del didactismo, el narrador nos muestra como se pueden tratar localismos latinoamericanos sin volver a la cueva del costumbrismo. Un aliento venido desde muy atrás empuja hacia adelante. La parte final son relatos de Ningún lugar sagrado, con atmósferas en Nueva York. No hay provincianismo de ninguna clase; se habla de la ciudad pero sin que ella se coma las ideas, el ritmo o la estructura. Hay ejercicios donde conocemos el diálogo entre dos personas mediante una sola voz, un juego donde la mano aparece y desaparece. Hay una peculiaridad en donde se entierra a la trama y se sueltan fragmentos con la capacidad de sorprendernos. Sin hacer del drama o la emoción una pañoleta barata, se envuelven los pedazos en un aire lacónico y sobrio. Aquí el final. Releo el texto y pienso que me hubiera gustado señalar defectos e imprecisiones. Me detengo, sería una sólida prueba de mezquindad. Me siento ante un escritor de verdad, una figura que emerge de lo oscuro para situarse en el canon. De nuevo, un punto lateral, excéntrico, que posiciona un nuevo canon.

Leave a comment